Lo vi entre los relojes de la almoneda. Mi maniquí de palo, viejo y polvoriento. Una cabeza mal tallada sobre el torso abultado y un bastidor. Los brazos eran rígidos como los de un playmobil. Su mirada, a penas subrayada por una línea negra.
Sin embargo no pude resistirme. Decidí hacer un trueque. Lo cambié por mi cadena de música, que estaba estropeada. Al principio el anticuario no se sintió muy convencido y pensó que saldría perdiendo, pero después se dio cuenta de que mi maniquí debía estar en mis manos, de que había algo entre esa torpe escultura y yo. Algo que yo estaba queriendo decir desde hacía unos meses y que la escultura decía con su mera presencia.
Mi maniquí no es una escultura. Mejor dicho, mi maniquí es media escultura. De cintura para abajo es una especia de taburete. Un mueble. De cintura para arriba es el busto de una dama. Mide unos 30 centímetros. Creo que en su día debió servir para mostrar en miniatura la ropa de una mujer. Por esto, cuando lo vi por primera vez pensé que era una virgen de vestir, ¿qué sentido tenía un maniquí tan pequeño? El anticuario me aseguró sin embargo que era un maniquí.
Los maniquíes me inquietan. Siempre lo han hecho. Son esculturas desnudas, en las que sólo está tallado el cuerpo, puesto que la ropa es la que llevaremos nosotros más adelante. Tienen esa misma cosa fúnebre y morbosa del muñeco de cera o de la muñeca de porcelana, que es su desnudez. La naturaleza del maniquí radica en su falsa desnudez, en su reclamo de ser vestidos como personas vivas. ¡Qué grande es la decepción del niño al descubrir que bajo las ropas del maniquí no hay carne!
Mi maniquí antiguo miente la mitad de lo que mienten el común de los maniquís y por eso me gusta. Por eso mismo me interesa, porque es la mitad de mentiroso: sólo de cintura para arriba. De cintura para abajo es puro artificio, es la trampa desnuda, es el truco visto. Y esto me parece maravilloso por lo que tiene de honesto.
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