Durante años jugué con los playmobil. Me encantaban la cantidad de complementos que tenían, que todo respondiera a una lógica realista. Los playmobil tenían sus casas, sus animales, sus ropas, sus hijos...todo un mundo en miniatura. El juego era entonces una representación de la realidad y mientras más fiel fuera esta representación más intenso era el placer que proporcionaba el juego. Mis playmobil formaban familias, tenían relaciones entre ellos, se enfrentaban a problemas económicos, sentimentales y laborales. Algunos de ellos morían y otros entraban por razones claramente explicadas en la fantasía. La causalidad era la regla más importante del juego.
Pero poco a poco los playmobil fueron convirtiéndose en un objeto de coleccionista. Dejé de manejarlos como si fueran los personajes de mi mundo interior, para atesorarlos y cuidarlos como pequeñas obras de arte. Por un lado evocaban un tiempo pasado y por otro seguía viendo en ellos algo muy especial. El placer que suscitba el juego se transformó en el placer que suscitba la belleza. Hoy recuerdo el día que compré mi pastor playmobil y que ya no jugué con él.